sábado, 11 de septiembre de 2010

Doña Virginia, a propósito del 11-09-1973

Todos los días doña Virginia nos mandaba a comprarle cigarros. Decidir a quién correspondía el mandado nunca fue problema, pues la comisión era tan generosa y el encargo tan frecuente que mi hermana y yo no tardamos en organizarnos y compartir ganancias. En aquel tiempo nos vendían cigarros con tan sólo decir que eran para un adulto, por lo que mis tiernos seis o siete años nunca fueron impedimento para hacerle el mandadito a doña Virginia. Un generoso helado o un tarrito de leche condensada nos acompañaban a mi hermana y a mí después de una fugaz visita a la pulpería de la esquina.

Ella, pelo profundamente negro y voz grave y amorosa con vetas de tabaco y café, vestida en el batón blanco de siempre -o quizás era que tenía varios iguales-, esperaba en el corredor de su casa a que se asomara cualquier carajillo para mandarlo a la pulpe. El rumor de que era bruja por un lado desapareció a los mocosos que pasaban esperando que necesitara el mandado, pero por otro lado, más adelante hizo irresistible la invitación que nos hizo a güilas y no tan güilas al corredor de su casa para contarnos historias de terror.

Tardaron en ser las cinco y media de la tarde cuando ya estábamos sentados en círculo a su alrededor. Alumbrados tan sólo por la tenue luz del atardecer nos moríamos de miedo a medida que aquella mujer nos conducía por las leyendas más tenebrosas que habíamos escuchado. Ella con su pelo largo, oscuro y alborotado, su bata, su voz profunda y su dramatismo, nos decía que la llorona merodeaba con desgarradores lamentos por el río que corría detrás del barrio. A nadie se le ocurriría cuestionar la veracidad de sus palabras, todo lo contrario: en el barrio se rumoreaba que la llorona era su amiga íntima, que pasaba a visitarla y a tomar café mientras que en infinitas tertulias colmadas de silencios intercambiaban nostalgias y con miradas ausentes pensaban en sus desaparecidos.

A pesar de que vivíamos a la par, a Marianita y a mí nos metían a la casa a las seis en punto, salvo poquísimas excepciones en las que conmovíamos a mi mamá diciéndole que nos contaban cuentos de mariposas. A pesar de que en alguna ocasión la excusa era cierta, no nos creyeron muchas veces, pues cuando de miedo se trataban las historias era imposible para mi hermana y para mí dormirnos, lo que implicaba tanto para mis papás como para nosotras una noche colmada de sobresaltos y una mañana de luchas épicas para levantarnos y cumplir con las responsabilidades escolares.

En ocasiones una sola historia bastaba para no dormir tres noches seguidas. Por eso yo solía pensar que aquella enigmática mujer, a la que entre leyendas y cuentos se le asomaba un cariño gigante para cada mocoso aterrado que le hacía círculo en su corredor, nos contaba sus historias más aterradoras. Años después, entre el asombro y la tristeza, mi mamá me sacó del error. Las historias más aterradoras suelen ser más reales de lo que imaginamos en la infancia, y fue justamente a ella a quien se las contó.

El 11 de setiembre de 1973, con el golpe de Estado al gobierno del Presidente Salvador Allende comenzó el terror. Fue bajo el yugo opresor de Pinochet que en 1974 fue arrestado el esposo de doña Virginia, Carlos Pérez Vargas, quien sumaría a la lista de miles de desaparecidos. Con la desaparición de su esposo, ella fue sentenciada a vivir el infierno de las burocracias represivas que niegan, esconden y ridiculizan el dolor de miles de mujeres que buscaron a sus seres amados. Fue sentenciada al dolor de las filas interminables, las acciones penales infructuosas, al miedo, a días y noches de una amarga soledad empapada de incertidumbre. Sin saber del paradero de su esposo tuvo que abandonar Chile.

A los 70 años, el ineludible paso del tiempo y los pares de cajetillas diarias que con inocencia llevábamos hasta su casa, dieron muerte a Doña Virginia. Ella murió con el amargo sabor de la incertidumbre que le acompañó durante tantos años. Luchadora incansable, más fuerte que el dolor...

Yo no sé que hacía Virginia Grütter en esa sucursal que tiene Macondo en Costa Rica, llamada Turrialba. Para mí ella era la vecina de voz potente y amorosa que nos contaba cuentos. Hoy es un motivo más para no olvidar a la injusticia y a sus perpetradores.



foto tomada de acá