Furia, ese es el nombre de uno de los caballos negros. Tras su galope siempre deja un rastro de boñiga hedionda, creando un camino que parece interminable de una mierda lodosa y mal oliente que no parece boñiga, si no mierda humana.
Atrás, las almas tristes que acompañan a la muerte caminan sin cautela de la sustancia viscosa y mal oliente que se embarra en sus pies. Parece no importarles, y más bien pierden su mirada en las enormes y oscuras nalgas del caballo negro del que brotan los manantiales de mierda, con la mirada ausente de quien siempre mira sin ver y escucha sin oír.
Camino con ellos, con tanto cuidado de no llenarme de mierda que termino metiendo la pierna entera en uno de los pozos. Siento la mierda deslizarse entre los dedos de mis pies, deslizarse por mis muslos y apretarlos hasta dejarlos casi inmóviles, con pocas esperanzas de escape. Poco a poco, voy quedando como dormida entre los aromas, y levemente percibo como algunos caminan sobre los dedos de mi mano, sobre mi espalda, incluso pretenden caminar sobre mi cabeza, con tal de seguir contemplando el manantial de mierda que fluye del culo del caballo negro.
Me veo ahí, hundiéndome hasta el fondo. No sé cómo salir, pero sospecho que para escapar tendré que terminar cabalgando la tumba cargada de muertes, de lutos, tirando hacia la dirección contraria, siempre tirando hacia la dirección contraria.
Aún no sé cómo se llama el otro caballo.